Foto: Chilango
(Texto elaborado al finalizar el taller "De qué hablamos cuando hablamos de gastronomía", impartido por Julio Villanueva Chang y Martín Caparrós en el marco del encuentro Mesamérica 2014.)
De cómo una comida devoró mis prejuicios.
Pretencioso, petulante, caro: un restaurante esnob presidido por un chef con cara de pocos amigos. Eso era lo que pensaba de Pujol, el restaurante de Enrique Olvera. Frente a los demás, era para mí “el mejor restaurante de México y uno de los mejores del mundo”. Pero yo difícilmente aceptaría dejar ir 2 mil 500 pesos para recibir a cambio una experiencia que no duraría más que una función de cine.
Pasó mucho tiempo y decidí que era momento de demostrar que
tenía razón. Junté todo mi coraje y me encontré cara a cara con su fachada, en
el número 254 de la calle Petrarca, en Polanco. Entré. Contemplé un local
pequeño y sobrio, donde en apariencia no había cabida para lo ostentoso.
Los sonidos fueron los primeros en delatar la opulencia del
lugar; el choque de las copas, las palabras prudentes, el “ju ju ju”, “ji ji
ji”, las conversaciones de negocios. Un mesero se acercó a mi mesa y empezamos
ese baile incómodo que siempre bailo en restaurantes como éste –no es que los
visite demasiado–: me paro enfrente de la silla, el mesero la recorre hacia
atrás, no sé qué hacer y volteo para asegurarme de no terminar en el piso.
Después de soltar una risa nerviosa me siento.
Algo resignada pedí el menú degustación, pues no hay nada
más que ordenar. A los pocos minutos un mesero con expresión seria, como si mi
presencia le preocupara, me trajo un platito hondo con hielo troceado y una extraña
infusión verde. Era un raspado de hinojo con lima y salicornia –un alga marina
crujiente– para preparar el paladar, o algo así dijo. Miré mi plato con
escepticismo (ahora la arrogante era yo). Me lo llevé a la boca, no sin antes
contemplarlo con interés y sobarme la barbilla con la mano, como hacen quienes
saben de comida.
El mesero me miraba desde lejos. Yo fruncí el ceño y puse
cara de seriedad. La combinación de sabores y texturas no se parecía a nada que
yo hubiera probado, pero no di indicio de ello. “Nada fuera de este mundo”,
dije con un tono algo déspota. “Tráigame el siguiente”. El mesero fue a la
cocina y regresó con un guaje partido a la mitad con un par de brochetas adentro.
Eran los famosos elotes del chef, tiernos y delgados, envueltos
en un delicado humo y cubiertos con una mayonesa hecha con –después me
enteraría– hormiga chicatana. “Qué delicia”, me dije a mí misma mientras
saboreaba el sutil sabor ahumado del maíz. Pero me contuve. Endurecí la quijada
y dije: “demasiada proteína”. Por supuesto que mentía.
Vino otro plato, y después otro más, y así sucesivamente
hasta que desfilaron frente a mí siete manjares ricos en formas, sabores,
texturas y color: coles rizadas horneadas (“¿tendrá algo un poco menos
crujiente?”), un aguachile de semillas de chía (“el Omega 3 no va conmigo”),
mole de brócoli (“es evidente que el mole está deschocolatizado”), taco de
langosta (“sabe demasiado a mar”), panza de cerdo frita (“muy estomacal”)… Yo
me empeñaba en encontrar “ese detalle” que me permitiría “derribar al chef”,
pero él sólo conseguía seducirme más con sus creaciones. Mi enojo crecía a la
par de mi éxtasis, y yo sentía que iba a explotar.
El mesero, nervioso, se apareció entonces con el postre. Sabía
que el tiempo se le acababa. Nos lanzamos un par de miradas desafiantes, como
dos adversarios que libran una batalla a muerte. Empecé a sudar.
Silencio absoluto. Los sonidos se habían desvanecido: ya no
se escuchaban las copas, ni las risas falsas, ni las charlas de negocios. Sólo
se escuchaban mis pensamientos, que me repetían una y otra vez que tenía que
hallar la forma de demostrar que Pujol no era más que un mito.
El plato final contenía mitades de ciruelas en dulce,
trocitos de pastel de elote y una crema de tomillo y limón. Habituada a los
groseros cheesecakes y pasteles de
trufa de dos pisos, desdeñé el postre por “tacaño” y “simplón”. Lo probé y percibí
la mezcla perfecta de sabores, no demasiado dulces ni insípidos, sino justo en
el punto medio. Y entonces lo entendí: los sabores de Pujol eran redondos, científicamente
medidos, irrefutables. Me mordí el labio inferior. Era momento de admitir mi
derrota.
Después de unos minutos una leve sonrisa se dibujó en mi
rostro. El gesto se transformó en una sonrisa, muestra inequívoca de mi placer.
El mesero volteó a la cocina y cerró el puño en señal de victoria; Olvera,
asomado por la ventana, asintió con gozo y saboreó su triunfo. Yo también
saboreaba mi derrota, me la devoraba. Un fracaso nunca había me sabido tan
bien.